5 may 2020

Rituales del fuego en dos culturas milenarias como modo de vida ante las circunstancias límite: Japón y España

 

En cada cultura existen rituales asociados en torno al fuego. Y cada una posee en cierta medida una relación con una tradición sobre un dios o diosa relacionado con tal elemento.
Quería traer aquí dos culturas que, por cercanía afectiva, me resultan curiosas. Y la curiosidad procede precisamente de la coincidencia en la base de lo que es conceptualmente el fuego y sus rituales.

En la cultura grecorromana existe una figura muy interesante: el ave Fénix, que, desde mi punto de vista, muy simplistamente se le ha asociado con la resiliencia, dado que el ave Fénix no presentaba capacidad de superar cuestiones traumáticas de un modo pasivo, sino que era un ser activo en su renovación.
El mito del ave Fénix se piensa que pasó de la cultura egipcia a la griega a través del relato de Herodoto. En él, el ave Fénix, para trasladar el cadáver de su padre al templo del Sol, construye un huevo gigante en el que pueda caber. Tras realizar la hazaña arquitectónica, lo coge, se acerca al templo y él mismo arde abrasado por las llamas. Es ahí, pues, que el ave Fénix renace. Esto sucede cada 500 años. Es, por tanto, un proceso cíclico.
La cultura cristiana, tomando los rituales paganos anteriores, celebra la noche del 23 al 24 de junio el día de San Juan en un ritual que en muchos lugares está asociado al fuego. Este ritual por un lado procede de la celebración del solsticio de verano, es decir, de la celebración de la llegada máxima del sol en el hemisferio norte. Y, por otro, está asociada a la quema de todo aquello viejo que se desea dejar atrás. Se trata de una renovación cíclica anual.

Si nos acercamos a la cultura japonesa, tenemos, por un lado, el dios del fuego, Kagutsuchi. Este es uno de los dioses fundamentales y primigenios en la mitología sintoísta. Nació de la relación de los dos primeros dioses, Izanagi e Izanami. Y se le caracteriza por varias cosas. En primer lugar, porque de su nacimiento surgió la muerte. Y es que, como su naturaleza era fuego, mató a su madre Izanami en el parto, quemando sus genitales. Tal ira provocó en su padre, Izanagi, que lo mató con una espada, de cuya sangre surgieron otros tantos dioses. Es conocido también porque, con su nacimiento, finaliza la creación del mundo y, como se ha apuntado anteriormente, se alberga en él mismo la muerte.
La cultura japonesa tiene un ritual en torno al fuego parecido a nuestra cultura. Se llama el Hi Matsuri. En él, cada personas escribe en unas tablillas todo aquello que se quiere dejar atrás y se queman conjuntamente en una hoguera. 

De todo ello podemos sacar varios denominadores comunes: El fuego está asociado a la destrucción. El fuego está asociado a la reconstrucción. El fuego está asociado a la renovación. El fuego puede ser dañino, destructivo, pero de su naturaleza surgen nuevas cosas. El proceso de renovación vital del fuego es cíclico. 

En circunstancias límite psicológicas, mucho se ha hablado de la contención estoicista, de la meditación budista o de la gestión de las emociones -palabra desde mi punto de vista bastante vacía, por cierto, en tanto que la psicología la asocia también a la contención, sublimación o disociación de la emoción, no a la expresión de la misma-. Sin embargo, en circunstancias límite psicológicas poco se ha hablado del fuego y de lo útil que resulta para reconstruirse.

Bien es cierto que en ocasiones es más útil la contención, sin embargo, no hay que desdeñar la utilidad de la quema de lo viejo y lo inservible para poder seguir adelante. Cuando un ser muta rápidamente debido a una serie de circunstancias ajenas, deshacerse de lo que no va con ese ser, destruirlo, puede ser un buen camino para comenzar de nuevo.