Según relata la Eneida, con la caída de Troya, Eneas y los supervivientes, tras años de navegación, llegan a Cartago. En ese reino gobernaba Dido, la que les brindó una calurosa acogida. Dido y Eneas, gracias a la acción de Cupido y la alianza de Juno y Venus, comienzan inevitablemente a sumergerse en las aguas del amor. La decisión racional de los dioses sobre este amor queda argumentada por el interés de que Eneas se instalase definitivamente en Cartago.
Sin embargo, el destino de Eneas era otro diferente al de quedarse junto a Dido. Había nacido para fundar Roma. Ni el amor puede ser contrario al destino, ni puede luchar contra el peso de tener una tarea política. Fundar una ciudad sigue siendo más importante que amar, porque en aquella época el ser humano no es más que parte de esa ciudad, y no individuo de corazón y subjetividad.
De este episodio Henry Purcell pudo mostrar el lado trágico en su ópera Dido y Eneas (1682). Trágico en tanto que el deseo del amor se ve frustrado por unas circunstancias que hacen imposible que siga adelante, siendo estas circunstancias inmodificables e incuestionables.
Aquí les dejo con la parte final de esta ópera (representada por la compañía de Mark Morris), con el lamento de Dido al ver la inevitable partida de su amado.
Lloren pues para sentir ese ámbito trágico de ciertas caras de la vida, porque en él se refleja la verdad del ser humano.