10 dic 2006
Paseos por Lisboa
Hace tanto tiempo que no escribo en este blog, y tantas cosas han pasado que han impactado, cambiado tanto el interior como el exterior, que no soy capaz de resumirlas acá, ni tan siquiera merecería la pena relatarlas. Son una vivencia interna del secreto de lo íntimo en la autobiografía, del que hablaba Carlos Castilla del Pino.
Y sin embargo ahora existe algo que me ha despertado de nuevo a lo social, un ímpetu que desearía compartir con los amigos, que me hace dejar la vida de egoísta que he tenido este tiempo. El viaje que he hecho a Lisboa recientemente ha marcado con una huella imborrable la memoria del cuerpo. Y así se acusa un cansancio incomparable, indescriptible, lleno de pequeños dolores que son rumores, síntomas, manifiestos de lo que se lleva dentro, y con los que se convive en el día a día. No sabía que en una ciudad pudiese sentirse tanto el carácter, vivirlo internamente, y Lisboa sabe a Mar, sabe a viaje, sabe a recuerdos, sabe a saudade. Sabe a todos los navegantes, sabe a nao, sabe al ímpetu de la libertad que da la desembocadura del río Tajo al unirse con el Atlántico, sabe a ese perfume que, paseando por Belem siguiendo la dirección del mar, desde donde salían las naves, puede sentirse, se siente, de repente, en el instante en el que el agua salada domina ya sobre la cantidad de agua dulce.
Existe un café, A Brasileira, que es fantástico, con todos esos espejos al estilo del Folies-Bergère, en los que se siente el burgués que conquista y apasiona a la Suzot que pintaba Manet. Todas las maderas, la terraza, los nombres de Pessoa, y estar tan cerca de la estatua del escritor, sentarse junto a él, en la misma mesa, dibujar un homenaje a esa persona que, con todos sus personajes, tanto conquistó el corazón cuando era adolescente.
Y el castillo de San Jorge, ver desde allá cómo el sol va cayendo sobre la ciudad, en el horizonte del río que va llegando a la madurez de mar. Esos colores marrones del castillo casi derruido por el terremoto de 1755 dan al reflejo de la luz de ese sol del atardecer un color precioso que se instala en la mirada, que habita en ella, y que da a Lisboa un nuevo carácter, una nueva visión, un nuevo nombre, como los tantos de Pessoa, que sabe a melancolía, a ese tipo de melancolía portuguesa que nombra lo que se soñó y nunca se tuvo, ni tampoco se podrá tener. Así son los fados, tan tristes como el alma de Saturno.
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