Llegó el día final. Teresita estaba de vacaciones. Unas vacaciones relativas antes de continuar con los trabajos revolucionarios en el palmeral. Como de costumbre, algunos lo nombran raíces, regresó unos días a su tierra natal manchega: Albacete. Esta ciudad, más bien fronteriza sin murallas, despertaba en ella siempre miles de recuerdos. En ella había vivido los años más convulsos de su vida, aquéllos en los que se iba forjando su personalidad. Y en ellos Teresita, rebelde sin causa, vivió todo aquello que se presentaba como novedoso y posible, para aprender más y más cada día. "No hay más ley que la de los sentimientos", fue su máxima, bien retomada de toda la tradición romántica. Ni moral, ni pautas, ni normas, tan sólo el sentimiento puede guiarnos en la verdad del ser humano. Y Teresita, ahora que en su antigua habitación vuelve a escuchar toda aquella música de Janis Joplin, Led Zeppelin, Creedence, Jefferson Airplane, The Animals and so on, vive la regresión más intensa y bella de su vida. "Tan sólo existe la ley de los sentimientos". Y éstos en ocasiones coinciden con los de otros seres del universo -fíjate cuántas especies de animales existen en el planeta Tierra-. Y en ocasiones la coincidencia va más allá de toda pauta. Y después de tanta vida normativa, y de vivir en diversos conventos, Teresita se puso las gafas de sol, la cinta del pelo y cogió su guitarra eléctrica para afirmar la identidad de sus orígenes. Salió a dar un paseo y visitó al salmonete, el de las mejillas rosadas, -quién sabe si por el maquillaje o por esa luz natural que aporta a la biografía. Salmonete, aproximadamente de la misma quinta que Teresita y de un tamaño exactamente similar, descubrió a Teresita en aquellos 15 años la mayor sorpresa de su vida. Ésa que se convertiría en una plantación de semillas infinita y que a día de hoy está comenzando a brotar como un jardín maravilloso. ¡Gracias, salmonete, que viajas conmigo un ratito a Tabarca!
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