La parte petrificada de la vida
Era mayor. Rondaría unos 70 años. Estaba sentada bajo las sayas de la mesa de camilla donde calentaba el brasero de butano en el corazón frío de la Mancha. Antes había sido un brasero de picón. Llevaba cinco años y cincuenta y dos días con la sensación de la espera. Esperaba siempre algo. No sabía bien qué era. Una voz que gritase "María". Unos pasos que agrediesen la soledad de la casa. El caer de esas pequeñas gotas salpicadas cuando alguien se lava las manos. Esperaba mientras brotaban las taquicardias. Pero Juan Jesús ya no estaba. Había muerto. A veces se recreaba en imaginar que no era más que una huida y que tarde o temprano regresaría. Y así, volvería a escuchar sus ronquidos y a maldecir sus costumbres horarias. Pero no estaba. "Qué curioso" -pensó-. "Lo más difícil de perder a un ser amado es la huella consuetudinaria que ha dejado marcada la parte petrificada de la vida".
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