On the road
Todavía recuerdo a carcajada limpia con mi amiga, no sé si con cariño o con respeto, los días en que con 21 años una vez mis padres me dejaron su coche un fin de semana. Todavía no sé cómo, entrando a un parking, apreté el acelerador en vez de el freno y arrollé la máquina de expender tickets. Con mis ahorros de estudiante, tuve que pagar lo que costaba el arreglo de la máquina: 300 euros. Además, el coche quedó con un faro colgando y la chapa abollada. A través de un amigo, localicé un mecánico en una pedanía de Murcia que costaba más barato. Con los pocos ahorros que me quedaban pagué el faro, pero no me pude permitir cambiar la chapa abollada. Así que decidí que la arreglasen como pudiesen a martillazo limpio. Y todavía recuerdo el momento en el que regresé a casa de mis padres con el coche -muy arreglado para como había quedado después del accidente, pero suficientemente tocado para como estaba antes del mismo-. Y tuve que explicarlo todo. Detalle a detalle. ¡Qué vergüenza pasé! Sin embargo, se ve que mis padres decidieron que ya había pasado suficiente penitencia, porque no dijeron ni palabra. Ese verano me quedé sin ese pequeño viaje que hacía de estudiante. No sé cómo, pero aquella fue una de las lecciones más potentes que me mostró la vida.
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