Chema Cardeña, en su obra El idiota en Versalles -en la cual también participa como actor representando al músico de la corte de Luis XIV Jean-Baptiste Lully-, pone de manifiesto, a través de cuatro personajes, y mediante el recurso teatral de la comedia, la situación esperpéntica de la desocupada corte de finales del XVII.
En tal representación teatral puede observarse, a través de una interpretación libre de los personajes históricos, un tema de especial relevancia reflexiva sobre las condiciones de la época.
Jean-Baptista Molière y Jean-Baptista Lully son llamados por el rey Luis XIV para componer una obra de teatro clásica, Medea -nunca escrita en la realidad por Molière- a cambio de una suma de dinero importante. En esa obra participarían la esposa del rey, María Teresa y la amante predilecta del mismo, Louis de la Vallière. Incluso aunque va en contra de los preceptos de ambos artistas, aceptan. Fuese ésta la única forma de sobrevivir como artista. Cabe preguntarse pues, qué ocurre con el arte conocido, aceptado por el público, introducido en la institución. ¿Es una forma condicionada del poder para reflejar sus propios intereses? ¿Dónde queda el papel del artista?
Cabe reflexionar, entonces, sobre si la misma situación ha perdurado hasta hoy día. ¿Quién expone, de los artistas actuales, en el ámbito institucional del museo? ¿Por qué llegan a exponer sus obras en el museo? Porque su arte no perturba los cánones estéticos de la época, así como porque sirva a intereses políticos -léase artistas que exponen en el museo de su región para que ésta haga ostensión de todo aquello que pertenece a la identidad local, y por lo que no ha luchado antes de que el artista se diese a conocer a un público-. El arte institucional no lucha por el valor en sí de la obra de arte, sino por lo que ella supone para los beneficios políticos. La sed del artista, sus inquietudes, se convierten en un mero instrumento para fines diferentes a los que tiene el arte en su origen: la expresión desde la libertad y la imaginación de puntos de vista críticos y revolucionarios. Son esas obras de arte las que marcan la ruptura y el recuerdo para el futuro de una época. Y es por ello por lo que ahora podemos recordar a Manet, Van Gogh o Edgon Schiele.
Por fortuna, así como ocurría en la Francia del siglo XIX con el Salon des réfusés, tenemos pequeños espacios, asociaciones culturales, que sirven de utopía revolucionaria desde la que dar voz a ciertas condiciones del arte que la institución no es capaz de atisbar, porque vive complaciendo el pasado inmediato, en vez de pensando proyectos de futuro. La institución, en la historia, va detrás de los tiempos del cambio y del azar de los sujetos y las sociedades.
En tal representación teatral puede observarse, a través de una interpretación libre de los personajes históricos, un tema de especial relevancia reflexiva sobre las condiciones de la época.
Jean-Baptista Molière y Jean-Baptista Lully son llamados por el rey Luis XIV para componer una obra de teatro clásica, Medea -nunca escrita en la realidad por Molière- a cambio de una suma de dinero importante. En esa obra participarían la esposa del rey, María Teresa y la amante predilecta del mismo, Louis de la Vallière. Incluso aunque va en contra de los preceptos de ambos artistas, aceptan. Fuese ésta la única forma de sobrevivir como artista. Cabe preguntarse pues, qué ocurre con el arte conocido, aceptado por el público, introducido en la institución. ¿Es una forma condicionada del poder para reflejar sus propios intereses? ¿Dónde queda el papel del artista?
Cabe reflexionar, entonces, sobre si la misma situación ha perdurado hasta hoy día. ¿Quién expone, de los artistas actuales, en el ámbito institucional del museo? ¿Por qué llegan a exponer sus obras en el museo? Porque su arte no perturba los cánones estéticos de la época, así como porque sirva a intereses políticos -léase artistas que exponen en el museo de su región para que ésta haga ostensión de todo aquello que pertenece a la identidad local, y por lo que no ha luchado antes de que el artista se diese a conocer a un público-. El arte institucional no lucha por el valor en sí de la obra de arte, sino por lo que ella supone para los beneficios políticos. La sed del artista, sus inquietudes, se convierten en un mero instrumento para fines diferentes a los que tiene el arte en su origen: la expresión desde la libertad y la imaginación de puntos de vista críticos y revolucionarios. Son esas obras de arte las que marcan la ruptura y el recuerdo para el futuro de una época. Y es por ello por lo que ahora podemos recordar a Manet, Van Gogh o Edgon Schiele.
Por fortuna, así como ocurría en la Francia del siglo XIX con el Salon des réfusés, tenemos pequeños espacios, asociaciones culturales, que sirven de utopía revolucionaria desde la que dar voz a ciertas condiciones del arte que la institución no es capaz de atisbar, porque vive complaciendo el pasado inmediato, en vez de pensando proyectos de futuro. La institución, en la historia, va detrás de los tiempos del cambio y del azar de los sujetos y las sociedades.
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