El Hotel para erizos (Calambur, Colección Poesía, 2010) de Guadalupe Grande es un híbrido de imágenes, un híbrido de palabras. Este último libro suyo de poesía es el recorrido que nos invita a reflexionar sobre el lugar y el tiempo en el que situar esa morada, desde su comienzo en 1490 hasta sus Mapas de acera -o mapas para interpretar la cartografía humana-. A fin de cuentas, desvelar el lugar y el tiempo del Hotel para erizos no es más que lograr averiguar una verdad sobre el lugar y el tiempo del ser humano.
¿Dónde se halla el Hotel para erizos? -es la primera pregunta que se hace el lector-.
Quizás allí donde comienza la palabra de Guadalupe Grande, allí donde dialoga con su cursivo interlocutor. Tal vez en el Bolduque donde El Bosco abrió al arte la libertad de pensar, a las puertas de la delicada imaginación monstruosa, el tríptico del Jardín de las Delicias. Allí donde se adelantó el surrealismo, donde todavía la historia occidental no tenía la posibilidad de explicar aludiendo a la frase de Goya El sueño de la razón produce monstruos. En ese lugar de la modernidad precipitada, allí donde, antes de descubrir las américas, podía el sujeto asomarse a la ventanilla de un tren.
O quizás en Delhi, en los cuatro brazos de la diosa madre Kali, también diosa de la oscuridad. La híbrida mujer que a un tiempo es luz protectora de lo protegible y sombra destructora de lo destructible.
A fin de cuentas, el Hotel para erizos se encuentra en la evidencia de que no existe tratado de la medida posible para el ser humano. Lo que cabe en una mano, hoy, once de febrero y sábado, la cabeza. Los diccionarios son bisiestos, existe la antesala y la sala en el pensamiento humano, y los sonajeros oráculos de Casandra, en tanto que racionales, ya no serían escuchados.
Ahí está, el ser humano, compartiendo su apacible morada con ese erizo que pincha. Ahí está, el ser humano, con su geografía sentimental para encontrarse en la pérdida, para perderse en el encuentro. En el contraste de los opuestos que lo habitan: el rojo de unas cerezas en la nieve, las redes tejidas de humo efímero, el ajedrez de piezas amapolas, tortugas, geranios, gatos, rosas de plástico y cobayas.
Como se comprime el tiempo y la historia, el ser humano vivió en esa variación del Jardín de las delicias. Se aproximó a tocarla, y se escapó, al otro lado de la vida, al otro lado de la infancia, al otro lado del jardín. Irse y regresar, herida y cicatriz, trascendencia, inmanencia, todo, parte, allí para ser aquí, y ahora, y con la fortuna de una poetisa que entendió qué significa escribir la verdad sin mentar la tragedia.
¿Dónde se halla el Hotel para erizos? -es la primera pregunta que se hace el lector-.
Quizás allí donde comienza la palabra de Guadalupe Grande, allí donde dialoga con su cursivo interlocutor. Tal vez en el Bolduque donde El Bosco abrió al arte la libertad de pensar, a las puertas de la delicada imaginación monstruosa, el tríptico del Jardín de las Delicias. Allí donde se adelantó el surrealismo, donde todavía la historia occidental no tenía la posibilidad de explicar aludiendo a la frase de Goya El sueño de la razón produce monstruos. En ese lugar de la modernidad precipitada, allí donde, antes de descubrir las américas, podía el sujeto asomarse a la ventanilla de un tren.
O quizás en Delhi, en los cuatro brazos de la diosa madre Kali, también diosa de la oscuridad. La híbrida mujer que a un tiempo es luz protectora de lo protegible y sombra destructora de lo destructible.
A fin de cuentas, el Hotel para erizos se encuentra en la evidencia de que no existe tratado de la medida posible para el ser humano. Lo que cabe en una mano, hoy, once de febrero y sábado, la cabeza. Los diccionarios son bisiestos, existe la antesala y la sala en el pensamiento humano, y los sonajeros oráculos de Casandra, en tanto que racionales, ya no serían escuchados.
Ahí está, el ser humano, compartiendo su apacible morada con ese erizo que pincha. Ahí está, el ser humano, con su geografía sentimental para encontrarse en la pérdida, para perderse en el encuentro. En el contraste de los opuestos que lo habitan: el rojo de unas cerezas en la nieve, las redes tejidas de humo efímero, el ajedrez de piezas amapolas, tortugas, geranios, gatos, rosas de plástico y cobayas.
Como se comprime el tiempo y la historia, el ser humano vivió en esa variación del Jardín de las delicias. Se aproximó a tocarla, y se escapó, al otro lado de la vida, al otro lado de la infancia, al otro lado del jardín. Irse y regresar, herida y cicatriz, trascendencia, inmanencia, todo, parte, allí para ser aquí, y ahora, y con la fortuna de una poetisa que entendió qué significa escribir la verdad sin mentar la tragedia.
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