La cadencia
Cada cosa de la vida tiene una cadencia. En el fondo el tiempo es una medición humana de una realidad tangible. Todo lo natural tiene un ritmo, un tiempo, un compás. Y cada cosa que nos rodea nos marca un ritmo que en cierta medida se nos impone como realidad. Si hay algo que no puede cambiarse es el tiempo de cada cosa. No se puede pedir que el cerezo florezca en invierno, ni que la nieve caiga en verano. Sin embargo, la lucha humana, que en la mayor parte de las ocasiones busca imponerse a lo natural para adaptarlo a sí, tiene a la base tambien la pretensión de adaptar el tiempo de las cosas al suyo propio. Así, busca no envejecer, tener tomates durante todo el año, o viajar a más velocidad. Y en ocasiones lo consigue, se opera para esconder arrugas, crea invernaderos para tener tomates o inventa medios de transporte para volar. Sin embargo, todo lo que se adquiere fuera de tiempo o contra el tiempo no tiene la naturalidad de la esencia o es más perecedero.
Por tal aceleración, también está el ímpetu humano de crear sin cadencia, sin ritmo, sin compás. Así, muchos de los comportamientos que nos rodean nos resultan incomprensibles por ser cambiantes sin marcar un ritmo. En suma, por ser contrarios a la naturaleza y contradictorios entre sí. Y cuando hacemos sin ritmo brota finalmente con una fuerza mayor la necesidad de una cadencia. Y curiosamente los seres humanos que pervierten ese ritmo son los que luego se tornan neuróticos en actitudes. Porque una neurosis no es más que la búsqueda precipitada de un compás extremo, de una regularidad, de una comprensión de lo desnaturalizado.
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